No debería haberme encontrado allí.
Pie, tabla, clavo. Sangre en mi alpargata azul. La luz. Los pequeños fragmentos se dispersan en un destello de dolor. En mi retina mezclas de rojos, amarillos y azules también. Un rastro en la memoria como el fuego de una estrella fugaz en la oscuridad.
El ruido incesante de la selva puede volverte loco.
Silencio también.
Escucho las fieras de Horacio Quiroga susurrándome al oído.
Mi propia jungla estaba en casa. Una sanguijuela gigante escondida en la almohada succionaba implacablemente los jugos del cerebro de mi madre. Día tras día estaba perdiendo la cabeza. Uno drenando de su sangre el otro llenando. No se distinguían sus patas ni su forma, solo un movimiento lento, pesado, oscuro, que se movía bajo la sábana blanca. La boca entreabierta dejó escapar el aliento exhausto del paciente. El sudor perlaba su piel blanca jaspeada. Podías escuchar los ruidos de succión del parásito atiborrandose implacablemente, sin piedad.
Camino lentamente por el bosque. No tengo armas para defenderme, no sé a dónde voy. Estoy avanzando, eso es todo. La obstinación de la supervivencia. Desaparezco en la densidad de los verdes, en el brillo de las pieles de serpiente, en el susurro de las hojas. Todo se cierra a mi alrededor y me traga para siempre.
Saint Jean d'Ilac, mayo de 2020
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